La paradoja de la felicidad

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        Mt 5, 1-12a Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo:
         —Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.
         "Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
         "Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.
         "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados.
         "Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.
         "Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.
         "Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.
         "Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos.
         "Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el 
cielo.


        Al oir estas palabras del Señor e imaginándonos la escena –Jesús ante un numeroso grupo que le escucha, mientras Él con paciencia, pero con mucha fuerza, va detallando cómo han de ser los santos–, no podemos sino afirmar su deseo grande de que muchos encuentren una felicidad plena, completa. Ese "Bienaventurados", que repite una y otra vez, parece contener su deseo de vernos colmados, definitivamente satisfechos para siempre. El común destino –la Bienaventuranza– que aguarda a los que demuestren ser suyos en las diversas circunstancias que Jesús va desgranando, es una tal felicidad y satisfacción, según sugiere la reiterada repetición de una única palabra, que no es posible pensar en nada mejor.
        La bienaventuranza es el Cielo, ese estado perfecto para el que hemos sido pensados por Dios, Nuestro Señor y Padre amorosísimo. En el Cielo nos desea Dios que, en su Amor, quiere lo mejor para el hombre, la intimidad con Él mismo. Pues, siendo Él Amor, no nos ofrece un bien de grandes proporciones, sino su misma perfección absoluta. Es evidente que no tenemos capacidad para imaginar el Cielo. En efecto, como concluye el Apóstol: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman.

        Resulta desde luego paradójico, como hemos leído en el evangelio de hoy, que por lo adverso se llegue a la más completa y eterna felicidad. No es así como nos organizamos de ordinario en este mundo. De hecho, suele entenderse la plenitud humana como un acumular satisfacciones y, a ser posible, que sean variadas y abundantes: a más satisfacciones, más felicidad, pensamos. Sin embargo, el Señor insiste en que la plenitud propia de los hombres no está en eso. Consiste más bien, repite una y otra vez, en el desprendimiento de los bienes materiales, porque no son nuestro fin; en la limpieza de corazón, para amar dignamente a los demás, libres de otras compensaciones; en sufrir con paciencia la adversidad, de un ambiente que con frecuencia es ajeno a Dios; en conservar la paz, cuando sería más fácil recurrir a la violencia; en ser menospreciados, por permanecer leales a la fe...

        Todo esto exige esfuerzo por parte del cristiano: renunciar a ese planteamiento de la vida que busca sencillamente el confort a corto plazo y contempla al hombre como un ser sólo de este mundo. Exige, en fin, del discípulo de Cristo, una confianza absoluta en su Señor, que le asegura eso: la Bienaventuranza, pero a través de objetivos costosos. Como diría un místico: per aspera ad astra, a lo más esplendoroso se llega a través de lo difícil.

        Hoy, que la Iglesia celebra la gran solemnidad de Todos los Santos, meditamos en esta paradójica lección del Señor, encomendándonos a la protección de aquellos que ya alcanzaron la meta; para que, como a los santos, la confianza en Dios nos anime a perder el miedo a lo que cuesta y Él espera. Conoce de sobra nuestro Dios la flaqueza de sus hijos y nuestra tendencia a buscar caprichosamente pequeños deleites inmediatos. Más aún, sabe que, aunque queramos, somos incapaces, sin su ayuda, de vivir el ideal de generosidad que nos propone. Pero con Él sí. Sabiéndonos hijos pequeños de un Padre Todopoderoso y Bueno, y comportándonos como tales, nada nos es imposible. Hasta los errores, las infidelidades, los pecados, incluso los más graves, si nos arrepentimos sinceramente, encuentran el perdón en el corazón de nuestro Dios y Padre, y pueden ser para sus hijos la ocasión de grandes virtudes por su Gracia.

        Como Maestro, sabe que enseña algo en cierta medida nuevo para el hombre, revolucionario diríamos hoy. Ese afán de muchos por disfrutar a base de no tener problemas y gozar al máximo de estímulos placenteros, no es propiamente, ni puede ser, la causa de la verdadera felicidad en los hombres, que estamos hechos para bastante más. Estamos pensados, para la Bienaventuranza, la felicidad completa, definitiva, que no se puede perder una vez lograda, y es la mayor posible para cada persona. Pero, en todo caso, ya sabemos que no tenemos capacidad para imaginarnos el Cielo...: Dios mismo colmando amorosamente nuestra pequeñez.

        Jesucristo, que nos habla del Cielo, animándonos a la Bienaventuranza a la que hemos sido destinados –vale la pena insistir en ello– por el amor que Dios nos tiene, Él mismo nos indica el camino. Es el camino recorrido ya por la multitud de los santos, que nos han precedido y hoy celebramos. Un camino transitado muchas veces, en las más variadas circunstancias y por personas de toda condición. También hoy tenemos cada uno nuestro propio camino hasta el Cielo, que seremos capaces de recorrer con la ayuda de Dios.

        A Santa María, Madre nuestra y Reina de todos los santos, nos encomendamos. Para que guíe nuestros pasos hasta la Eterna Bienaventuranza. Así hacen las madres de la tierra con sus pequeños, que los observan y animan con amor mientras caminan, y los socorren si hace falta en sus tropiezos.

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