Indulgencias


FUENTE: http://ec.aciprensa.com/i/indulgencias.htm

La palabra indulgencia (del latín indulgentia, de indulgeo, "ser amable" o "compasivo") significa, originalmente, bondad o favor; en el latín post-clásico llegó a significar la remisión de un impuesto o deuda. En la Ley Romana y en la Vulgata del Antiguo Testamento (Is. LXI, 1) se usaba el término para expresar la liberación de una cautividad o castigo. En el lenguaje teológico también se suele usar en su sentido original para significar la bondad o el favor de Dios. Pero en el sentido estricto del término -sentido en el que se lo considera en este artículo- "indulgencia" es la remisión del castigo temporal debido al pecado cuya culpabilidad ha sido ya perdonada. Entre los términos equivalentes usados en la antigüedad se encuentran: pax, remissio, donatio, condonatio.
Qué cosa no es una Indulgencia


A fin de facilitar la explicación, puede ser provechoso comenzar por afirma lo que NO es una indulgencia. No es un permiso para pecar, ni un perdón para pecados futuros: ninguna de estas dos cosas pueden ser concedidas por poder alguno. No es tampoco el perdón de la culpa del pecado, y supone que el pecado ha sido ya perdonado con anterioridad. No es una excepción que exima de alguna ley o precepto, ni mucho menos de una obligación contraída por algún pecado, como por ejemplo, la restitución de la cosa robada; al contrario, significa una satisfacción más completa de la deuda que el pecador tiene ante Dios. No confiere ninguna inmunidad con respecto a posibles tentaciones ni elimina la posibilidad de subsecuentes caídas en el pecado. Y de ninguna manera la indulgencia puede entenderse como la compra del perdón de los pecados que aseguraría la salvación al comprador o la salida de algún alma del Purgatorio. Lo absurdo de todas estas nociones será evidente para cualquiera que tenga una idea correcta sobre lo que la Iglesia Católica verdaderamente enseña sobre el tema.


Qué es una Indulgencia


Una indulgencia es una remisión extra-sacramental de la pena temporal debida -según la justicia de Dios- por el pecado que ha sido ya perdonado, remisión que es otorgada por la Iglesia en consecuencia del poder de las llaves, mediante la aplicación de los méritos sobreabundantes de Cristo y de los santos, y por justos motivos. Para entender esta definición, hay que tener en cuenta los siguientes puntos:
· En el Sacramento del Bautismo se perdona no solamente la culpa del pecado, sino también toda la pena adjunta al pecado. En el Sacramento de la Penitencia se remueve la culpa del pecado y, conjuntamente con ella, también la pena eterna merecida por el mismo; pero el castigo temporal requerido por la justicia divina permanece, y este requerimiento debe ser satisfecho sea en esta vida o en la vida futura, es decir, en el Purgatorio. La indulgencia ofrece al pecador arrepentido la posibilidad de saldar o aligerar esta deuda durante su vida en la tierra.

· Algunos escritos indulgenciales -ninguno de ellos, sin embargo, emitido por algún papa o concilio (Pesch, Tr. Dogm., VII, 196, no. 464)- contienen la expresión "indulgentia a culpa et a poena", es decir, liberación de la culpa y del castigo; esto ha producido considerable confusión (cf. Lea, "History" etc., III, 54ss). El verdadero significado de la fórmula es que las indulgencias, presuponiendo el Sacramento de la Penitencia, hace que el penitente, después de recibir el perdón sacramental de la culpa de su pecado, se libera también, por la indulgencia, del castigo temporal (Bellarmine, "De Indulg.", I, 7). En otras palabras, el pecado es totalmente perdonado, es decir, sus efectos totalmente borrados, sólo cuando se ha realizado la completa reparación, lo que significa perdón de la culpa y remisión de la pena. De aquí que el papa Clemente V (1305-1314) condenara la práctica de aquellos proveedores de indulgencias que pretendían absolver "a culpa et a poena" (Clement, l. v, tit. 9, c. ii); el Concilio de Constanza (1418) revocó (sesión XLII, n. 14) todas las indulgencias que contenían esa fórmula; Benedicto XIV (1740-1758) las trataba como indulgencias espurias concedidas con esta fórmula, que él atribuye a las prácticas ilícitas de los "quaestores" o proveedores (De Syn. dioeces., VIII, viii.7)

· La satisfacción, comúnmente llamada "pena", impuesta por el confesor cuando éste administra la absolución es parte integral del Sacramento de la Penitencia; una indulgencia, por el contrario, es extra-sacramental: presupone los efectos obtenidos por la confesión, la contrición y la satisfacción sacramental. También se distingue de las obras penitenciales que se puedan realizar por iniciativa del penitente -como son la oración, el ayuno y la limosna-, dado que estas son obras personales del penitente, y su valor depende del mérito de éste, mientras que la indulgencia brinda al penitente los méritos de Cristo y de los santos, que son el "Tesoro" de la Iglesia.

· La indulgencia es válida tanto en el tribunal eclesiástico cuanto en el tribunal de Dios. Esto significa que no sólo libra al penitente de sus deudas ante la Iglesia o de la obligación de cumplir con una pena canónica, sino que también lo libra del castigo temporal del que sea ha hecho merecedor ante Dios, castigo que, sin la indulgencia, el pecador debería recibir a fin de satisfacer la justicia divina. Esto no significa, sin embargo, que la Iglesia pretenda dejar de lado los reclamos de la justicia divina, o que ella permita al pecador despreciar su la deuda contraída con su pecado. Como dice Sto. Tomás (Suppl., xxv. a. 1 ad 2um): "El que gana indulgencias no se libra absolutamente de la pena que merece, sino que se le conceden los medios para saldarla". La Iglesia, entonces, no deja al penitente irremediablemente en su deuda, ni lo libra de tener que responsabilizarse por sus obras; al contrario, la Iglesia le permite cumplir con las obligaciones que contrajo.

· Al conceder una indulgencia, el que la otorga (papa u obispo) no ofrece sus méritos personales en lugar de lo que Dios pide al pecador, sino que obra según su autoridad oficial como quien tiene jurisdicción en la Iglesia, de cuyo tesoro espiritual se conceden los medios con los cuales se salda la deuda adquirida. La Iglesia en sí misma no es la dueña sino la administradora de los meritos sobreabundantes que contiene ese tesoro. Aplicándolos, la Iglesia no pierde de vista tanto los designios de la misericordia de Dios como los requerimientos de la justicia de Dios. Así, ella determina la cantidad de cada concesión, como también las condiciones que el penitente debe cumplir si desea ganar la indulgencia.
Varios tipos de Indulgencias

Una indulgencia que puede ganarse en cualquier parte del mundo es una indulgencia universal, mientras que la que se puede ganar en un sitio determinado (Roma, Jerusalén, etc.) es indulgencia local. Otra distinción es entre indulgencias perpetuas, que pueden ganarse en cualquier momento, e indulgencias temporales, que se ganan solamente en determinados días o en un determinado período de tiempo. Las indulgencias reales se conceden en relación con el uso de ciertos objetos (crucifijo, rosario, medalla); las personales son las que no requieren del uso de ningún objeto, o bien que se conceden a una determinada clase de personas, como por ejemplo a los miembros de una orden o confraternidad. Sin embargo, la distinción más importante es la que distingue entre indulgencia plenaria e indulgencia parcial. Por indulgencia plenaria se entiende la remisión de toda la pena temporal merecida por el pecado, de tal modo que no es necesaria ninguna otra expiación en el Purgatorio. Indulgencia parcial condona sólo una parte de la pena; la porción que se condona se determina según la disciplina penitencial de la Iglesia primitiva. Decir que se concede una indulgencia de una cantidad determinada de días o de años significa que se cancela una cantidad de pena de Purgatorio equivalente con lo que hubiese sido cancelado, en la presencia de Dios, por la práctica de tantos días o años según la antigua disciplina penitencial. En este caso, evidentemente, la computación no pretende ser exacta, sino más bien posee un valor relativo.

Sólo Dios sabe la cantidad de pena que debe ser saldada y cuál es su preciso valor en severidad y duración. Finalmente, algunas indulgencias se conceden a favor de los vivos solamente, mientras que otras pueden aplicarse a favor de los que ya murieron. Debe notarse, sin embargo, que la aplicación no tiene la misma significación en ambos casos. La Iglesia, al conceder una indulgencia a los vivos, ejerce su jurisdicción; sobre los difuntos ella no tiene ninguna jurisdicción, y por lo tanto hace disponible la indulgencia para ellos a modo de sufragio (per modum suffragii), es decir, la Iglesia pide a Dios que acepte las obras satisfactorias y, en consideración de estas, que mitigue o acorte los sufrimientos de las almas en el Purgatorio.


Quien puede conceder Indulgencias

La distribución de los méritos contenidos en el tesoro de la Iglesia es un ejercicio de autoridad (potestas iurisdictionis), no del poder concedido por el Sacramento del Orden Sagrado (potestas ordinis). De este modo el Papa, como cabeza suprema de la Iglesia en la tierra, puede otorgar todo tipo de indulgencias a todos y cada uno de los fieles, y sólo él puede otorgar indulgencias plenarias. El poder de los obispos, previamente irrestringido, fue limitado por Inocencio III (1215) al poder de otorgar una año de indulgencia por la dedicación de una iglesia, y de cuarenta días en otras ocasiones. León XIII (Rescripto del 4 de Julio de 1899) autorizó a los arzobispos de Sudamérica el poder de otorgar ocho días (Acta S. Sedis, XXXI, 758). Pío X (28 de Agosto de 1903) permitió a los cardenales en sus iglesias titulares y diócesis otorgar 200 días, a los arzobispos 100 y a los obispos 50. Estas indulgencias no son aplicables a los fieles difuntos. Pueden ser ganadas por personas que no pertenecen a esa diócesis, pero temporalmente y dentro de sus límites; también por los súbditos del obispo que las concede, sea que se encuentre en la diócesis o fuera de ella, excepto si la indulgencia es local. Los sacerdotes, vicarios generales, abades y generales de órdenes religiosas no pueden conceder indulgencias, a menos que se les autorice a hacerlo específicamente. Por otro lado, el Papa puede permitir a un clérigo no sacerdote conceder alguna indulgencia (St. Tomás, "Quodlib.", II, q. viii, a. 16).


Disposiciones necesarias para ganar una Indulgencia

El sólo hecho que la Iglesia conceda una indulgencia no significa que la misma pueda ganarse sin esfuerzo por parte del fiel. De lo que se dijo más arriba es claro que el que recibe le indulgencia debe estar libre de la culpa del pecado mortal. Además, para la indulgencia plenaria habitualmente se requiere confesión y comunión, mientras que para las indulgencias parciales la confesión no es obligatoria, aunque es prescripción habitual que el que las quiera ganar tenga "al menos un corazón contrito" (corde saltem contrito). Con respecto al tema, debatido entre los teólogos, si una persona en pecado mortal puede ganar una indulgencia aplicable a los difuntos, véase el vocablo PURGATORIO. También es necesario tener la intención, aunque sea de modo habitual, de ganar las indulgencias. Finalmente, por la misma naturaleza del caso, es obvio que se deben realizar las buenas obras, oraciones, limosnas, visita de una iglesia, etc., que han sido prescritas para la adquisición de una indulgencia. Para más detalles véase RACCOLTA.


Enseñanza Autoritativa de la Iglesia

El Concilio de Constanza condenó entre los errores de Wyclif la siguiente proposición: "Es necio creer en las indulgencias concedidas por el papa o los obispos" (Sess. VIII, 4 de Mayo de 1415; ver Denzinger-Bannwart, "Enchiridion", 622). En la bula "Exsurge Domine", del 15 de Junio de 1520, León X condenó la afirmación de Lutero según la cual "las indulgencias son píos fraudes de los fieles", y que "las indulgencias no aprovechan a aquellos que las ganan para la remisión de la pena debida al pecado actual ante la justicia de Dios" (Enchiridion, 75S, 759). El Concilio de Trento (Sess. XXV, 3-4 de Diciembre de 1563) declaró: "Dado que el poder de conceder indulgencias fue dado por Cristo a la Iglesia, y dado que la Iglesia desde los primeros tiempos ha hecho uso de este poder dado por Dios, el santo sínodo enseña y manda que el uso de las indulgencias, muy provechoso para los cristianos según ha sido aprobado por la autoridad de los concilios, deberá ser mantenido en la Iglesia; además [este sínodo] pronuncia el anatema contra los que declaran que las indulgencias son inútiles, o bien niegan que la Iglesia tenga el poder para concederlas (Enchiridion, 989). Por lo tanto es de fe (de fide)
· que la Iglesia ha recibido de Cristo el poder de conceder indulgencias y
· que el uso de las indulgencias es de provecho para los fieles.
Bases de la Doctrina

Un elemento esencial en las indulgencias es la aplicación a una persona de la satisfacción hecha por otras. Este traspaso se basa en tres cosas: la Comunión de los Santos, el principio de la Satisfacción Vicaria y el Tesoro de la Iglesia.


1. La Comunión de los Santos

"Nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros unos de otros" (Rom., xii, 5). Como cada órgano participa de la vida de todo el cuerpo, así cada uno de los fieles aprovecha de las oraciones y buenas obras de todos los demás, un beneficio que enriquece, en primer lugar, a los que están en gracia de Dios, pero también, aunque con menos plenitud, a los miembros en pecado.


2. El principio de la Satisfacción Vicaria.

Cada obra buen que realiza el hombre tiene un doble valor: uno de mérito, otro de satisfacción o expiación. El mérito es personal, y por lo tanto no puede transferirse; pero la satisfacción puede aplicarse a otros, como escribe S. Pablo a los Colosenses (i, 24) hablando de sus mismas obras: "Me alegro ahora en mis sufrimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia" (ver SATISFACCIÓN).


3. El Tesoro de la Iglesia.

Cristo, como lo declara San Juan en su Primera Epístola (ii,2) "es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino por los pecados de todo el mundo". Dado que la satisfacción de Cristo es infinita, constituye un recurso inextinguible, que es más que suficiente para pagar la deuda ocasionada por el pecado. Además, están las obras satisfactorias realizadas por la Santísima Virgen María, que no han sufrido ninguna mengua debida a la pena del pecado, y las virtudes, penitencias y sufrimientos de los santos que exceden abundantemente todo castigo temporal que estos siervos de Dios han podido merecer. Estos se añaden al Tesoro de la Iglesia de modo secundario, no independiente del mérito de Cristo, sino más bien adquirido en base a éste. La explicitación de esta doctrina se debe al trabajo de grandes escolásticos, particularmente Alejandro de Hales (Summa, IV, Q. xxiii, m. 3, n. 6), Alberto Magno (In IV Sent., dist. xx, art. 16), y Santo Tomás (In IV Sent., dist. xx, q. i, art. 3, sol. 1). Como lo declara el Aquinate (Quodlib., II, q. vii, art. 16): "Todos los santos pretendieron que todo lo que ellos hacían o sufrían sería provechoso no sólo para ellos, sino también para toda la Iglesia". Y luego señala (Contra Gent., III, 158) que lo que uno sufre en beneficio de otros, siendo una obra de caridad, es más aceptable como satisfacción a los ojos de Dios que lo que uno sufre en beneficio propio, dado que en este último caso se trata de una obra necesaria. La existencia de una tesoro infinito de méritos en la Iglesia ha sido declarado dogmáticamente en la bula "Unigenitus", publicada por Clemente VI el 27 de Enero de 1343, y más tarde insertada en el "Corpus Iuris" (Extrav. Com., lib. V, tit. ix. c. ii): "Sobre el altar de la Cruz -dice el Papa- Cristo derramó no solamente una gota de su sangre, aunque ello hubiese sido suficiente, por razón de su unión con el Logos, para redimir a todo el género humano, sino que derramó un copioso torrente… fundando así un tesoro infinito a favor de la humanidad. Este tesoro Cristo no sólo no lo envolvió en un manto y lo escondió en el campo, sino que lo encomendó a Pedro, el portador de las llaves, y a sus sucesores, de modo que ellos pudiesen, por justas y razonables causas, distribuirlo a los fieles en forma de remisión plena o parcial de la pena temporal debida por el pecado". De aquí brota la condenación por parte de León X de la afirmación de Lutero que "los tesoros de la Iglesia del cual el papa concede indulgencias no son los méritos de Cristo y los santos" (Enchiridion, 757). Por el mismo motivo, Pío VI (1794) catalogó como falso, temerario e injurioso a los méritos de Cristo y de los santos el error del sínodo de Pistoya, según el cual el tesoro de la Iglesia era una invención de sutileza escolástica (Enchiridion, 1541).

Según la doctrina católica, por lo tanto, la fuente de las indulgencias se constituye por los méritos de Cristo y de los santos. Este tesoro ha sido entregado en custodia no al fiel en particular, sino a la Iglesia. Consecuentemente, para hacerlo disponible al fiel, se requiere un ejercicio de autoridad que determine, sólo él, de qué modo, bajo qué condiciones y hasta qué punto se conceden las indulgencias.


El Poder de Conceder Indulgencias

Una vez que se admite que Cristo dejó a su Iglesia el poder de perdonar los pecados (ver PENITENCIA), el poder de conceder indulgencias se infiere lógicamente. Dado que el perdón sacramental se extiende tanto a la culpa como al castigo eterno, se sigue sin dificultad que la Iglesia puede también librar al penitente de la pena menor o temporal. Esto se vuelve más claro aún, sin embargo, cuando consideramos la amplitud del poder concedido a Pedro (Mat., xvi,19): "Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que atares sobre la tierra será atado también en el cielo, y todo lo que desatares sobre la tierra será también desatado en el cielo." (Cf. Mat., xviii,18, donde un poder semejante es concedido a todos los Apóstoles). No se pone límite a este poder de desatar, "el poder de las llaves" como se lo llama; por tanto debe extenderse a todas y cada uno de las ataduras contraídas por el pecado, tanto de la pena como de la culpa. Cuando la Iglesia, por lo tanto, mediante una indulgencia, remite esta pena, su acción -según las palabras de Cristo- es ratificada en los cielos. Que este poder, como afirma el Concilio de Trento, haya sido ejercido desde el inicio, se muestra por las palabras de San Pablo (II Cor., ii, 5-10), cuando trata del caso del hombre incestuoso de Corinto. El pecador había sido excluido, por orden de San Pablo, de la compañía de los fieles, pero se había arrepentido sinceramente; por ello el Apóstol juzga que a aquél hombre "este castigo, impuesto por varios, le es suficiente", y agrega: "a quien habéis perdonado algo, yo también lo perdono; porque en verdad, lo que yo he perdonado, si algo he perdonado, lo hice por vosotros en la persona de Cristo". Pablo había sujetado al culpable con los lazos de la excomunión; ahora libra al penitente del castigo por un acto de autoridad -"en la persona de Cristo"-. Aquí tenemos todos los elementos esenciales de una indulgencia.

Estos elementos esenciales permanecen en la práctica subsiguiente de la Iglesia, aunque los elementos accidentales varían según van surgiendo nuevas condiciones. Durante las persecuciones, aquellos cristianos que habían caído y que deseaban ser readmitidos a la comunión con la Iglesia, frecuentemente obtenían de los mártires una nota (libellus pacis) que presentaban al obispo, de modo que éste, en consideración de los sufrimientos del mártir, pudiese admitir al penitente a ser absuelto de su pecado, librándolo consecuentemente del castigo en el que habían incurrido. Tertuliano se refiere a esto cuando dice (Ad martyres, c. i, P.L., I, 621): "La cual paz algunos, no teniéndola en la Iglesia, suelen suplicarla de parte de los mártires en la prisión; por lo tanto tu debes poseerla, apreciarla y preservarla en ti, de modo que, si es necesario, puedas concederla a otros." Más luz se echa sobre este asunto si consideramos el vigoroso ataque que el mismo Tertuliano hizo después de haberse vuelto Montanista. En la primera parte de su tratado "De pudicitia", ataca al papa por su supuesta relajación al admitir a los adúlteros a la penitencia y al perdón, y desdeña el perentorio edicto del "pontifex maximus episcopus episcoporum". Al final del tratado se queja de que el mismo poder de remisión se concede ahora también a los mártires, y argumenta que debería ser suficiente que los sufrimientos de los mártires sirvan para purgar sus propios pecados - "sufficiat martyri propria delicta purgasse". Y también, "¿Cómo puede el aceite de tu pequeña lámpara bastar para ti y para mí?" (c. xxii). Es suficiente notar que muchos de sus argumentos aplicarían con la misma mucha o poca fuerza a las indulgencias de las edades posteriores.

Durante la época de S. Cipriano (m. 258) el herético Novaciano pretendía que ninguno de los lapsi sea readmitido a la Iglesia; otros, como Felicissimus, sostenían que tales pecadores debían ser readmitidos sin pena ninguna. Entre estos extremos, San Cipriano mantiene el punto medio, insistiendo en que esos pecadores debían ser readmitidos cumpliendo las condiciones propias. Por un lado, condena los abusos en conexión con el libellus, en particular la costumbre de los mártires de hacerlos en blanco para ser completados por cualquiera que lo necesitase. "Con respecto a esto debéis estar particularmente atentos" escribe a los mártires (Ep. xv), "a fin de designar por el nombre a aquellos a los que deseáis sea devuelta la paz." Por otro lado reconoce el valor de estos memoriales: "Aquellos que han recibido un libellus de parte de los mártires y con su ayuda pueden, en la presencia del Señor, obtener la liberación en sus pecados, permitidles que, si están enfermos o en peligro, después de la confesión y la imposición de tus manos, partan hacia el Señor en aquella paz que le ha sido prometida por los mártires" (Ep. xiii, P.L., IV, 261). San Cipriano, por lo tanto, creía que los méritos de los mártires podían ser aplicados a los cristianos menos dignos por medio de una satisfacción vicaria, y que tal satisfacción era aceptable a los ojos de Dios como de la Iglesia.

Después que las persecuciones cesaron, la disciplina penitencial permaneció en uso, aunque se vio una más grande condescendencia en aplicarlas. El mismo San Cipriano fue acusado de mitigar la "severidad evangélica" sobre la cual él había insistido en un comienzo; a esto respondió (Ep. lii) que semejante severidad era exigida durante el tiempo de persecución, no sólo para estimular a los fieles en la práctica de la penitencia, sino también para apresurarlos a que busquen la gloria del martirio; cuando, por el contrario, la paz para la Iglesia fue asegurada, la relajación de la disciplina fue necesaria a fin de prevenir a los pecadores de no caer en desesperación ni de llevar la vida de los paganos. En el 380 San Gregorio de Nyssa (Ep. ad Letojum) declara que la penitencia debe ser acortada en los casos en los que se muestra sinceridad y celo en su práctica - "ut spatium canonibus praestitum posset contrahere" (can. xviii; cf. can ix, vi, viii, xi, xiii, xix). En este mismo espíritu San Basilio (379), después prescribir un tratamiento más condescendiente en relación a varios crímenes, establece el principio general que en todos los casos semejantes no es sólo la duración de la penitencia lo que debe considerarse, sino la manera en la que se lleva a cabo (Ep. ad Amphilochium, c. lxxxiv). La misma condescendencia se muestra en varios Concilios: Ancyra (314), Laodicea (320), Nicea (325), Aries (330). Llegó a ser muy común durantes este período favorecer a aquellos que estaban enfermos o en peligro de muerte (ver Amort, "Historia", 28ss). Los antiguos penitenciales de Irlanda e Inglaterra, aunque si exigentes en lo que toca a disciplina, prevén la relajación en ciertos casos. San Cummian, por ejemplo, en su Penitencial (del séptimo siglo), tratando del pecado de robo (cap. v) prescribe que aquel que ha cometido hurtos en varias oportunidades deberá hacer penitencia por siete años o por tanto tiempo como lo considere oportuno el sacerdote, debe siempre reconciliarse con aquel al que provocó el daño y debe hacer restitución proporcionada al daño cometido, en cuyo caso su penitencia deberá acortarse considerablemente (multum breviabit poenitentiam ejus). Pero si la persona en cuestión muestra falta de interés o imposibilidad (en cumplir con estas condiciones), deberá cumplir la penitencia por todo el tiempo que le ha sido impuesta, y en todos sus detalles. (Cf. Moran, "Essays on the Early Irish Church", Dublin, 1864, p. 259.)

Otra práctica que muestra claramente la diferencia entre la absolución sacramental y la concesión de indulgencias era la solemne reconciliación de los penitentes. Estos, al inicio de la cuaresma, recibían de parte de los sacerdotes la absolución por sus pecados y la penitencia que imponían los cánones; el Jueves Santo se presentaban ante el obispo, que les imponía las manos, los reconciliaba con la Iglesia y los admitía a la comunión. Esta reconciliación estaba reservada al obispo, como está explícitamente declarado en el Penitencial de Teodoro, Arzobispo de Canterbury; en casos de necesidad el obispo podía delegar a un sacerdote para este propósito (lib. I, xiii). Dado que el obispo no oía sus confesiones, la "absolución" que él impartía debía ser una liberación de alguna penalidad en la que habían incurrido. En efecto, el resultado de esta reconciliación era restaurar al penitente a su estado de inocencia bautismal, y consecuentemente de libertad de todas las penalidades, según aparece en las así llamadas Constituciones Apostólicas (lib. II, c. xli), donde se dice: "Eritque in loco baptismi impositio manuum" - es decir, la imposición de manos tiene el mismo efecto que el bautismo (cf. Palmieri, "De Poenitentia", Roma, 1879, 459s).

En un período posterior (desde el siglo ocho al doce) se volvió costumbre permitir la substitución de alguna pena menor por aquello que prescribían los cánones. Así, el Penitencial de Egberto, Arzobispo de York, declara (XIII, 11): "Para aquel que puede realizar lo que prescribe el penitencial, está muy bien que lo haga; para aquel que no lo puede realizar, damos consejo según la misericordia de Dios. En vez de un día a pan y agua, que cante cincuenta salmos de rodilla o setenta salmos sin arrodillarse... Pero si no sabe los salmos y no puede ayunar, en lugar de un año a pan y agua que de veintiséis solidi en limosnas, que ayune hasta la hora de Nona en un día de cada semana, y hasta la hora de Vísperas en otro día, y en tres cuaresmas que de en limosnas la mitad de lo que recibe." La práctica de sustituir la recitación de los salmos o la limosna por una parte del ayuno se establece también en el Sínodo de Irlanda, en el 807, el cual dice (c. xxiv) que el ayuno del segundo día de la semana puede "redimirse" cantando un salterio o dando un denarius a un pobre. Aquí tenemos los comienzos de las así llamadas "redenciones" que prontamente pasarán a ser de uso común.

Entre otras formas de conmutación estaban las peregrinaciones a santuarios bien conocidos como el de San Albano en Inglaterra o el de Compostela en España. Pero el lugar más importante de peregrinación era Roma. Según Beda (674-735) la "visitatio liminum", o visita a la tumba de los Apóstoles, ya era vista como una buena obra de gran eficacia (Hist. Eccl., IV, 23). En un principio los peregrinos venían sólo a venerar las reliquias de los Apóstoles y mártires; pero con el paso del tiempo su objetivo principal fue ganar las indulgencias concedidas por el papa y colegadas a las Estaciones. Jerusalén, también, fue por mucho tiempo la destinación de estos viajes de piedad, y los relatos de los peregrinos sobre el modo en el que eran tratados por los infieles finalmente provocó las Cruzadas (q.v.). En el Concilio de Clermont (1095) la Primera Cruzada fue organizada, y se declaró (can. ii): "El que, por pura devoción y no por motivo de ganancia u honor, vaya a Jerusalén a liberar la Iglesia de Dios, que ese viaje le sea computado en lugar de todas las penalidades". Indulgencias semejantes se concedieron a lo largo de las cinco centurias siguientes (Amort, op. cit., 46s), siendo el objeto de ellas incentivar estas expediciones que significaban tantas penurias, pero que eran a la vez tan importantes para la Cristiandad y la civilización. El espíritu con el cual estas concesiones fueron hechas queda manifiesto en las palabras de San Bernardo, el predicador de la Segunda Cruzada (1146): "Recibe el signo de la Cruz, y obtendrás también la indulgencia por todo lo que has confesado con un corazón contrito" (ep. cccxxii; al., ccclxii).

Concesiones similares eran otorgadas frecuentemente en ciertas ocasiones, como las dedicaciones de las iglesias, por ejemplo la de la antigua Iglesia del Temple en Londres, que fue consagrada en honor de la Santísima Virgen María el 10 de Febrero de 1185 por Lord Heraclius, que concedió sesenta días de indulgencia para las penas que hubiesen tenido a todos aquellos que visitasen el templo anualmente, como atestigua la inscripción sobre la entrada principal. La canonización de los santos estaba marcada frecuentemente por la concesión de indulgencias, como por ejemplo en honor de San Laurencio O'Toole por parte de Honorio III (1226), en honor de San Edmundo de Canterbury por Inocencio IV (1248), y en honor de Santo Tomás de Hereford, por Juan XXII (1320). Una famosa indulgencia es la de la Portiuncula (q.v.), obtenida por San Francisco en 1221 de parte del papa Honorio III. Pero la más importante concesión durante este período es la indulgencia plenaria otorgada por Bonifacio VIII en 1300 a aquellos que, arrepentidos sinceramente y habiendo confesado sus pecados, visitasen las basílicas de los Santos Pedro y Pablo (ver JUBILEO).

Entre las obras de caridad que eran incentivadas por las indulgencias, el hospital tuvo un lugar prominente. Lea en su "History of Confession and Indulgences" (III, 189) menciona solamente el hospital de Santo Spirito en Roma, mientras que otro autor protestante, Uhlhorn (Gesc. d. Christliche Liebesthatigkeit, Stuttgart, 1884, II, 244) establece que "siempre que se repasan los archivos de cualquier hospital, se encuentran numerosas cartas de indulgencias". El hospital de Halberstadt en 1284 tenía no menos de catorce semejantes concesiones, cada una otorgando una indulgencia de cuarenta días. Los hospitales en Lucerna, Rothenberg, Rostock y Augsburgo tenían privilegios similares.


Abusos

Parecería extraño que la doctrina de las indulgencias significase semejante piedra de escándalo y provocase tantos prejuicios y oposición. Pero la explicación de este hecho puede encontrarse en los abusos que poco felizmente se han asociado con lo que en sí mismo es una práctica saludable. En este sentido, claro está, las indulgencias no son una excepción: no existe institución, por más santa que sea, que haya escapado a los abusos que provocan la malicia y la indignidad de las personas. Incluso la misma Eucaristía, como lo declara San Pablo, implica el comer y beber la propia condenación para aquel que no discierne el cuerpo del Señor (1 Cor., xi, 27-29). Y, así como la paciencia de Dios es constantemente abusada por parte de los que recaen en sus pecados, así también no es de sorprenderse que el ofrecimiento del perdón en la forma de las indulgencias haya conducido a malas prácticas. Estas han sido especial objeto de ataque debido, sin duda, a su conexión con la revuelta de Lutero (ver LUTERO). Por otro lado, no debe olvidarse que la Iglesia, mientras mantiene firmemente el principio e intrínseco valor de las indulgencias, ha condenado repetidamente sus abusos: de hecho, frecuentemente nos enteramos de cuán grave esos abusos habían sido precisamente viendo la severidad de la condena por parte de la Iglesia.

Aún en la época de los mártires, como se dijo antes, hubo prácticas ante las cuales San Cipriano se sintió en la obligación de reprender, aunque no prohibió a los mártires conceder el libelli. En tiempos posteriores, los abusos eran enfrentados por medidas represivas por parte de la Iglesia. Así, el Concilio de Clovesho en Inglaterra (747) condena a aquellos que imaginan que pueden satisfacer por sus crímenes sustituyendo sus propias austeridades por penitentes mercenarios. Contra las excesivas indulgencias concedidas por algunos prelados, el Concilio Laterano IV (1215) decretó que en la dedicación de una iglesia la indulgencia no deberá sobrepasar el año, y para el aniversario de una dedicación u otra circunstancia, no deberá sobrepasar los cuarenta días, siendo este el límite observado también por el mismo papa en semejantes ocasiones. La misma restricción fue puesta en vigor por el Concilio de Ravenna en 1317. En respuesta a las quejas de Dominicos y Franciscanos, que ciertos prelados habían usado de las indulgencias concedidas a sus respectivas órdenes con fines privados, Clemente IV en 1268 prohibió toda posible interpretación de las concesiones en ese sentido, declarando qué, cuando fuesen verdaderamente necesarias, serían concedidas por la Santa Sede. En 1330 los hermanos del hospital de Haut-Pas afirmaron falsamente que las concesiones hechas en su favor eran más extensas que lo que permitían los documentos: Juan XXII arrestó y envió a la prisión a todos estos hermanos en Francia. Bonifacio IX, escribiendo al obispo de Ferrara en 1392, condena las prácticas de ciertos religiosos que falsamente afirmaban que habían sido autorizados por el papa a perdonar todo tipo de pecados, y obtenían dinero por parte de los simples feligreses prometiéndoles felicidad perpetua en este mundo y gloria eterna en el otro. Cuando Enrique, Arzobispo de Canterbury, intentó en 1420 conceder una indulgencia plenaria al modo del Jubileo Romano, fue severamente amonestado por Martín V, que caracterizó la acción como "de una presunción inaudita y una audacia sacrílega". En 1450 el Cardenal Nicolás de Cusa, Legado Apostólico en Alemania, encontró algunos predicadores que proclamaban que las indulgencias libraban de la culpa del pecado como también de la pena por el mismo. Este error, debido a un mal entendimiento de las palabras "a culpa et a poena", fue condenado por el mismo Cardenal durante el Concilio de Magdeburgo. Finalmente, Sixto IV en 1478, para evitar la idea que la obtención de indulgencias pudiese ser un incentivo al pecado, reservó a la Santa Sede un extenso número de casos en los que, hasta el momento, los sacerdotes tenían facultades (Extrav. Com., tit. de poen. et remiss.).


1. El tráfico de las indulgencias

Estas medidas muestran claramente que la Iglesia, mucho antes de la Reforma, no sólo reconoció la existencia de abusos, sino que usó de su autoridad para corregirlos.

A pesar de todo esto, los desórdenes continuaron y dieron el pretexto a los ataques dirigidos contra la doctrina misma de las indulgencias, no menos que contra su práctica. Aquí, como en tantas otras cuestiones, el amor al dinero fue la raíz principal de los males: las indulgencias eran usadas por eclesiásticos mercenarios como fuente de ganancias pecuniarias. Dejando los detalles relativos a este tráfico para otro artículo (ver REFORMA), será suficiente aquí notar que la doctrina en sí misma no tiene conexión natural ni necesaria con ganancias pecuniarias, como consta por el hecho que las muchas indulgencias que se conceden en nuestros días están libres de asociación alguna con semejantes ganancias: las únicas condiciones que se requieren son las de recitar ciertas oraciones o la puesta en práctica de ciertas buenas obras o prácticas de piedad. Es ciertamente fácil ver cómo los abusos se abrieron camino entre las indulgencias: entre las buenas obras que pueden incentivarse a modo de condición para ganarlas, la limosna tendrá un lugar importante, mientras se inducirá a las personas a contribuir de la misma manera a una buena causa, como son la construcción de una iglesia, la puesta en marcha de hospitales, o la organización de una cruzada. Hay que observar que en estas cuestiones no hay nada que sea intrínsecamente malo. Dar dinero a Dios o a los pobres es un acto digno de alabanza, y cuando es hecho por los motivos apropiados sin duda no quedará sin recompensa. Visto bajo esta óptica, puede ser perfectamente lícito establecer la limosna como condición para ganar los beneficios espirituales de una indulgencia. Pero, a pesar de la inocencia de la práctica en sí mismo, ésta se vio gravada por un gran peligro, y pronto se volvió una fructuosa fuente de mal. Por una parte, estaba el peligro de que el pago fuese visto como el precio de la indulgencia, y que aquellos que buscaban de ganarla perdiesen de vista las otras condiciones más sustanciales. Por otro lado, los que concedían indulgencias podían caer en la tentación de convertir las indulgencias en una fuente de ingresos: a pesar de que los líderes de la Iglesia estuvieron libres de culpa en este sentido, hubo espacio para la corrupción entre sus oficiales y agentes, o entre los predicadores populares de indulgencias, clase felizmente desaparecida, pero cuyo tipo fue preservado en "Pardoner", de Chauser, con sus falsas reliquias e indulgencias.

Mientras no se puede negar que estos abusos se habían extendido ampliamente, también hay que notar que, aún durante los tiempos más marcados por la corrupción, estas concesiones espirituales eran usadas con mucho fruto por los cristianos sinceros, que las buscaban según su verdadero espíritu, y por sacerdotes y predicadores que insistían sobre la necesidad de un verdadero arrepentimiento. Por todo lo cual no es difícil entender porqué la Iglesia, en vez de abolir la práctica de las indulgencias, se esforzó más bien por promoverlas eliminando los malos elementos. El Concilio de Trento en su decreto "Sobre las Indulgencias" (Sesión XXV) declara: "Al conceder indulgencias el Concilio desea que sea observada moderación en acuerdo con la antigua y comprobada costumbre de la Iglesia, a fin de que una excesiva facilidad no relaje la disciplina eclesiástica; y además, buscando de corregir los abusos que se han infiltrado... establece que toda ganancia criminal conectada con ellas deberá ser totalmente cancelada como fuente de triste abuso entre el pueblo cristiano; y como en el caso de otros desórdenes que surgen por la superstición, ignorancia, irreverencia o por cualquier causa que sea - dado que estos desórdenes, por la extendida corrupción, no pueden ser removidos por una prohibición particular - el Concilio pone sobre las espaldas de cada obispo la obligación de encontrar dichos abusos si existen en su propia diócesis, de presentarlos ante el próximo sínodo provincial y de reportarlos, en consonancia con los otros obispos, al Romano Pontífice, por cuya autoridad y prudencia serán tomadas medidas para el bienestar de la Iglesia en general, de modo que el beneficio de las indulgencias pueda ser derramado sobre todos los fieles por medios que sean a la vez piadosos, santos y libres de corrupción". Después de deplorar el hecho que, a pesar de los remedios prescriptos por concilios anteriores, los negociantes (quaestores) de indulgencias continuaron su nefasta práctica para gran escándalo de los fieles, el concilio ordenó que el nombre y método de estos quaestores sea totalmente abolido, y que las indulgencias y otros favores espirituales de los cuales los fieles no deben verse privados sean publicados por los obispos y concedidos gratuitamente, de modo que todos puedan entender con toda claridad que estos tesoros celestiales fueron dispensados por causa de la piedad, y no por lucro (Sesión XXI, c. ix). En 1567 San Pío V canceló todo tipo de indulgencias que implicase algún estipendio u otra transacción financiera.


2. Indulgencias apócrifas

Uno de los peores abusos fue la invención o falsificación de indulgencias. Antes de la Reforma, semejantes prácticas abundaron y provocaron severas manifestaciones por parte de la autoridad eclesiástica, en particular durante el Cuarto Concilio de Letrán (1215) y el de Viena (1311). Después del Concilio de Trento la medida más importante que se tomó para prevenir semejantes fraudes fue la creación de la Congregación para las Indulgencias. Una comisión especial de cardenales trabajó durante los pontificados de Clemente VIII y Pablo V, reglamentando todas las cuestiones relativas a las indulgencias. La Congregación para las Indulgencias fue definitivamente establecida por Clemente IX en 1669, y reorganizada por Clemente XI en 1710. Ha provisto de un servicio eficiente al decidir varias cuestiones relativas a las concesión de las indulgencias y su publicación. La "Raccolta" (q.v.) fue editada por primera vez por uno de sus consultores, Telesforo Galli, en 1807; las últimas tres ediciones, 1877, 1886 y 1898 fueron publicadas por la Congregación. La otra publicación oficial es la "Decreta authentica", que contiene las decisiones de la Congregación desde 1668 a 1882. Fue publicada en 1883 por orden de León XIII. Ver también la "Rescripta authentica", de Joseph Schneider (Ratisbona, 1885). Por un Motu Proprio de Pío X, fechado el 28 de enero de 1904, la Congregación para las Indulgencias fue asociada a la Congregación de Ritos, sin ninguna disminución, sin embargo, de sus prerrogativas.


Efectos Saludables de las Indulgencias

Lea (History, etc., III, 446), un tanto a regañadientes, reconoce que "con el declive de las posibilidades financieras del sistema, las indulgencias se han multiplicado grandemente como incentivo para ejercicios espirituales, y dado que pueden ser obtenidas con mucha facilidad, no hay peligro ya de recaer en los viejos abusos, incluso considerando el más sutil sentido de conveniencia, característico de los tiempos modernos, tanto de parte de los prelados como del pueblo, que no ha obstaculizado el intento". La plena significación de esta "multiplicación", sin embargo, se encuentra en el hecho que la Iglesia, desraizando los abusos, ha mostrado el rigor de su vida espiritual. Ella ha mantenido la práctica de las indulgencias porque las mismas, cuando se usan en sintonía con lo que la Iglesia prescribe, refuerzan la vida espiritual induciendo a los creyentes a acercarse a los sacramentos y a purificar sus conciencias del pecado. Además, incentivan la realización, en un sincero espíritu religioso, de las obras que redundan no sólo en bien del individuo, sino también en la mayor gloria de Dios y el servicio del prójimo.

BELLARMINE, De indulgentiis (Cologne, 1600); PASSERINI, De indulgentiis (Rome, 1672); AMORT, De origine......indulgentiarum (Venice, 1738); BOUVIER, Traité dogmatique et pratique des indulgences (Paris, 1855): SCHOOFS, Die Lehre vom kirchl. Ablass (Munster, 1857); GRONE, Der Ablass, seine Gesch. u. Bedeutung (Ratisbon, 1863).
W. H. KENT
Transcrito por Charles Sweeney, S.J.
Traducido por P. Juan Carlos Sack

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